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viernes, 14 de diciembre de 2012

El doctor Frankenstein

Frankenstein (USA, 1931). Dirección: James Whale. Intérpretes: Colin Clive, Mae Clarke, John Boles, Boris Karloff, Edward Van Solan. Guión: Garret Fort, Francis Edward Faragoh, basado en la obra de Peggy Webling. Fotografía: Arthur Edeson. Montaje: Clarence Kolster.





Una niña y un molino. Dos imágenes ya grabadas en el imaginario colectivo, y que por sí solas bastan para hacer de esta película todo un clásico, no ya del terror, sino del cine en general. Es cierto que ente repaso que hacemos de los clásicos de Universal podríamos haber hablado de La novia de Frankenstein, película superior a su predecesora. Probablemente, el primer caso en el que una secuela supera al original. Pero sería injusto no reconocer los muchos méritos del El doctor Frankenstein, los cuales se elevan finalmente sobre los defectos (que también los hay).

El film nace a la estela del éxito de Drácula, con el que Carl Laemmle Jr. inauguraba su ciclo de terror en Universal. De hecho, el personaje fue ofrecido al mismo Bela Lugosi, quien rechazó el papel por su ausencia de diálogo y su exceso de maquillaje. En la dirección, tras barajarse varios nombres, fue el británico James Whale finalmente el elegido. Iniciado en el teatro, fue él quien eligió a Boris Karloff para el rol del monstruo. De hecho, su entrada en el proyecto provocó varios cambios en el reparto, al que se incorporó el también británico Colin Clive.
Con motivo de El fantasma de la ópera hablábamos sobre la importancia del maquillaje en la creación de un personaje con especiales características físicas. Qué decir de la icónica representación que el film hace del monstruo pensado por Mary Shelley, y que se ha convertido en todo un referente de la cultura popular. Cuando uno escucha “Frankenstein” es muy complicado imaginar otra cosa que no sea Karloff con sus torpes andares y sus lastimosos gruñidos. Hasta cuatro horas diarias empleaba el maquillador Jack Pierce para transformar al actor. No queda claro si la concepción del monstruo fue idea del propio Pierce o de Whale, pero lo que está claro es que el resultado fue espectacular.

Realmente, estamos ante la adaptación de una adaptación. Aunque el material primigenio sea la novela de Shelley, el film realmente adapta la obra de teatro de Peggy Webling. Recordemos que el libro es de 1818, una novela gótica considerada como la primera obra de ciencia-ficción. En aquella época los avances científicos fascinaban y asustaban por igual, y la escritora quiso reflejar esa dualidad presente en el hombre de la época. La versión cinematográfica queda despojada de muchos elementos presentes en la novela, quedando algo esquemática en su desarrollo. A pesar de ello, podemos encontrar algún que otro momento de relleno prescindible. Eso sí, Whale sabe reflejar lo esencial del núcleo: la vieja aspiración del ser humano de llegar a la divinidad. Y no hay mayor demostración de poder que la misma creación de la vida. Aunque resulta tétrico que esa vida se cree a partir de la muerte. Podríamos decir que Frankenstein es un precursor de los zombies. En el fondo, es un muerto viviente.

En los 70 minutos de metraje, el director deja claro que la criatura es una víctima, un recién nacido con un cuerpo de dos metros que no distingue el bien del mal. Una interesante reflexión sobre la responsabilidad que la misma sociedad tiene cuando en su seno aparece un asesino. Una vez más, tenemos al pueblo dispuesto a linchar al asesino, convirtiéndose ellos mismos en criminales, que demuestran mucha menos humanidad que el supuesto monstruo. Queda claro que el problema del ser humano no es de individuos concretos, sino de la especie en sí misma. Y encabezando esa turba asesina, vemos al responsable del desaguisado. Por cierto, que siempre se destaca (por motivos obvios) la interpretación de Karloff, pero el trabajo de Colin Clive como Henry es de una versatilidad asombrosa, reflejando una variedad tremenda de estados de ánimos. Desde la serenidad del genio que se siente superior, pasando por la locura del éxtasis creativo, hasta llegar a la preocupación y abatimiento.

Pero si hay algo que eleva a El doctor Frankenstein es la absoluta maestría de Whale detrás de la cámara. A pesar de su bisoñez en el cine y su formación en las tablas, el director es capaz de explorar todas las posibilidades que la cámara puede darle. En lugar de optar por el camino fácil que sería para él una puesta en escena teatral, Whale se dedica a hacer magníficos travellings, o una maravillosa composición de planos repleta de picados y contra picados, que remata con un excelente montaje. Como no podía ser de otra forma, el expresionismo alemán se encuentra muy presente en un film cuya dirección artística es impecable, reflejando a la perfección la atmósfera siniestra, especialmente en el castillo.
Y para terminar, volvemos a los dos momentos cumbre. Ese final, con un molino en llamas que es ya una estampa mítica (y que tanto ha inspirado a autores como, por ejemplo, Tim Burton). Poco más queda por decir de una imagen tan poderosa, muestra clara de la grandeza del cine. En cuanto a la famosa secuencia de la niña, son dos minutos sencillamente magistrales. La inocencia de ella, la forma en la que acepta al monstruo sin importarle su apariencia. Como éste se siente querido, y vive los únicos momentos felices de su existencia jugando con ella. El afecto provoca afecto. Tras ello, la tragedia y la terrible angustia. Una secuencia que muestra los sentimientos del supuesto monstruo, toda la humanidad que luego le falta a sus verdugos. Magistral.
Una película imperfecta, a la que le falla un guión que se queda algo corto para la complejidad de los temas tratados. Pero James Whale, lejos de hacer algo superficial, aprovecha esa escasez para dar toda una lección de maestría detrás de la cámara. Es complicado sacar más de menos. Y El doctor Frankenstein nos deja imágenes imborrables, en una obra adelantada a su tiempo.


Manuel Barrero Iglesias





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