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miércoles, 25 de marzo de 2015

Críticas: Puro vicio

8/10
Inherent Vice (Estados Unidos, 2014).
Dirección y guión: Paul Thomas Anderson.
Intérpretes: Joaquin Phoenix, Katherine Waterston, Josh Brolin, Owen Wilson, Reese Witherspoon Benicio del Toro.
Guión: Paul Thomas Anderson, sobre la novela de Thomas Pynchon.
Música original: Jonny Greenwood.
FotografíaRobert Elswit.
Montaje: Leslie Jones.
Idioma: Inglés.
Duración: 144 minutos.


¿De qué hablamos cuándo hablamos de Puro vicio?

Por Sergio Diez

Who knows the answers? Who do you trust?
I can’t even separate love from lust.

Twentysomething, una canción de Jamie Cullum

Puro vicio es una recopilación de adicciones y de virtudes. Si hay algo seguro respecto al nuevo film de Paul Thomas Anderson es que nadie debería sentirse engañado con el título que propone (Inherent Vice), tomado directamente de la novela de Thomas Pynchon que libremente adapta el cineasta. Su séptima película en su corta pero intensa filmografía es de nuevo un brusco giro de timón que, si bien mantiene algunos rasgos temáticos y tonales propios de su cine, nos ofrece un universo diferente al que poder volver de forma recurrente, con personalidad propia y muy diferenciado de otros mundos y atmósferas creados recientemente en Pozos de ambición (2007) o The Master (2012). 

El film es una historia policíaca diabólicamente enrevesada y compleja. Una película hiperactiva en la que de continuo se presentan nuevas situaciones, personajes y gags. La trama tiene un peso mucho mayor que en el film previo del director, The Master: una obra que ofrecía un retrato de personajes profundo, oscuro y mucho más reposado, un film de atmósfera espectacular con un enorme duelo interpretativo entre el recientemente fallecido Phillip Seymour Hoffman, de presencia constante en las películas de P.T. Anderson, y Joaquin Phoenix, que en el nuevo film repite como protagonista absoluto. 

Puro vicio se centra en las andanzas de un particular detective, Doc Sportello, interpretado por Phoenix. El encanto caradura del protagonista, la forma en que es engañado al inicio del film y la trama que investiga, un caso de corrupción urbanística en la ciudad de Los Ángeles, nos evoca un clásico del cine negro como Chinatown (1974) de Roman Polanski. Su faceta de consumidor compulsivo de marihuana, de fumeta superado por las circunstancias, y el humor de muchas de las situaciones en las que se ve envuelto nos recuerdan a El gran Lebowski (1998) de los hermanos Coen (si bien El Nota era un personaje que no sabía qué sucedía a su alrededor y buscaba ante todo evitarse los problemas, mientras que Doc es mucho más activo y dueño de sí mismo).

El argumento de Puro vicio, lleno de ramificaciones, puede agotar o frustrar a aquel que quiere justificar causalmente y entender al milímetro todo lo que en él sucede, como pasaba en otro clásico del cine negro, de trama excesivamente compleja, que el propio cineasta cita como referente argumental en algunas de sus entrevistas: El sueño eterno (1946) de Howard Hawks. Puro vicio puede dejar cabos sueltos, dudas sin resolver y un montón de nombres que el espectador no consiga ubicar con facilidad, además de dudas sobre la existencia real o no de algunos personajes (la enigmática Sortilège que ejerce de narrador omnisciente), por lo que aquel que quiera trazar un mapa detallado de las relaciones entre ellos quizá deba animarse a ver la película una segunda vez. 

Creo que la mejor manera de disfrutar la película es olvidarse de un escrutinio lógico-causal exhaustivo, porque la importancia de Puro vicio no está en los detalles argumentales, sino en dejarse llevar por el curso general de la trama, los encuentros  y las situaciones, las imágenes y los diálogos. Si hay algo minucioso que merece la pena estudiar es la caracterización de los personajes, la construcción de las atmósferas, las transiciones continuas entre la comedia, el drama y el thriller, en perfecta armonía. 

Puro vicio no es un film coral, aunque tiene una amplia gama de secundarios, algunos de ellos de gran peso y con una marcada personalidad, unidos por una característica en común: en algún momento de la película, de una u otra manera, tratarán de engañar al protagonista, o irán directamente en su contra. Los personajes femeninos son, a mi juicio, en muchas ocasiones más complejos e interesantes que los de ellos: así sucede con la exnovia del protagonista, la mujer de Owen Wilson, la fiscal amante del detective e incluso la mujer de Bigfoot.

El film es también un retrato generacional de la América de inicios de los setenta, de una contracultura que ha perdido su gran oportunidad de trascender y ahora se apaga lentamente mientras vuelan las últimas balas sobre Vietnam a causa de la adicción de su país a enviar jóvenes a morir a la selva de un país extranjero, como expresa uno de los personajes de la película. Pero los representantes de una cultura institucional anti-revolucionaria (como el Big Foot interpretado por Josh Brolin) son también marginados y apartados, y pierden todo su sitio porque este tampoco es su tiempo ni el de los valores que ostentan. Se defenderán a dentelladas, se comerán la marihuana de los hippies que detestan, y a los que sin embargo tendrán como inesperados compañeros de viaje, náufragos perdidos a orillas de los años sesenta. No hay sitio en el mundo para aquellos perdidos en la niebla.

En un momento, como el actual, de verdadera crisis generacional (y muy probablemente también por eso, de definición de una nueva identidad colectiva) deberíamos ser capaces de bebernos de este delirante retrato social norteamericano todo el humor y la ironía que nos aporta, pero también los posos amargos que contiene. Anderson una vez más se sumerge en las entrañas de una América que tiende irremediablemente hacia sus vicios en múltiples ámbitos (político, económico, social), de un capitalismo que empieza a mostrar su peor rostro y a engullir su propio pasado, un crisol de razas y culturas en perpetuo conflicto; y que, sin embargo, conserva esa libertad de acción y pensamiento que hace grandes a sus personajes. El cineasta otorga una vez más una gran importancia a la familia (a una poco convencional, pues como siempre en su cine la familia se constituye más por una fraternidad libremente elegida que por la ligazón que establece la sangre) como única vía posible de salvación, una capacidad que en el film no se atribuye a la pareja. 

Puro vicio es también una sátira divertidísima, crítica y paradójica desde el inicio, en la que unos encuadres maravillosos (en muchos casos, origen del humor mismo: véase la fotografía de la Última Cena viridiánica que a base de pizzas que toma el compañero de Phoenix en su visita a Owen Wilson y su banda de jazz), con un ritmo de cámara pausado basado en suaves travellings y el uso del plano contraplano con mucho temple y sentido. Pero también un film de una atmósfera cautivadora en el plano plástico y en el musical. 

El tratamiento que del consumo de drogas se hace, si bien continúa la línea de Boogie Nights (1997), encuentra muchos puntos en común con el enfoque insumiso, descacharrante y alocado de El lobo de Wall Street (2013), especialmente en las secuencias que implican el uso de cocaína. Aunque el film de Anderson muestra una mirada más crítica hacia las drogas que el de Scorsese, está lejos de la dureza con que el espectador vivía el consumo de los personajes de Boogie Nights, algo que probablemente se explique en que Puro Vicio está mucho más centrada en una droga considerada blanda como la marihuana. La cocaína no obstante conserva en las secuencias en la consulta del dentista un carácter lúdico irresistible, aunque se le atribuyen graves consecuencias similares a la heroína, que proyecta su sombra terrible sobre muchos personajes de la película. 

El título, como se explica en la película, es un término que se utiliza en las pólizas de seguro marítimo para referirse a aquello que no se puede evitar: “los huevos se rompen, el chocolate se derrite, el cristal se hace añicos, y Doc se preguntaba qué querría decir aplicado a sus ex”. Porque ante todo, Puro vicio es una historia sobre el amor y el desamor: a través de los poros del film se cuela a borbotones el deseo, el sexo y el ansiedad de dos cuerpos que se necesitan. El vicio al que se refiere el título abarca muchos campos (consumo de drogas, corrupción política); y sin embargo a mi juicio el principal no es otro que el ansia de amar irremediablemente a otra persona, alguien que se desboca y se aleja de ti mientras permaneces encerrado en tu apartamento, y cambias su ausencia por una adicción a otra sustancia menos peligrosa. Es el temor a un reencuentro que sabes inevitable porque en el fondo responde a tus más profundas intenciones. Y cuando finalmente se produce, las consecuencias son imprevisibles. 

La película empieza con la visita nocturna de una chica a su pareja, el detective protagonista, con el que rompió hace tiempo. Aparece de la nada en el piso que los dos compartieron hasta hace no tanto y, al margen de la trama policial que le descubre, podemos leer la escena a un nivel mucho más humano: las miradas y actitudes de aquellos que no se veían y se echaban de menos. Uno le ofrece al otro quedarse en el piso esa noche; el otro decide marcharse pero agradece la oferta con ternura. 

Pero si hay una secuencia clave en el film es la de reencuentro siguiente, mucho más avanzado el metraje: el descarrilamiento, un auténtico choque de trenes. En ella, un personaje desnudo empieza a descubrir sus pensamientos y a desnudar los miedos y los deseos del otro, terribles y contradictorios. Este nuevo reencuentro, rodada con un sobrio pulso propio de un maestro, interpreta por brillantez en toda su complejidad, observada sin respiro por una cámara que no corta nunca, será estudiada desde ahora por amantes del cine y aspirantes a cineastas, independientemente de si les ha gustado o no la película, porque es un momento que creo trascenderá a la propia película. La crudeza de la secuencia es tal que agita al espectador y le sitúa frente a un espejo en el que puede mirarse entre asustado y fascinado reflejado en una compleja imagen, un canto de excitación y de angustia, de pulsión y amargura

¿A qué precio merece la pena destruirse uno mismo? ¿Hasta qué punto uno puede asomarse a beber en el abismo y volver con vida? Pocas veces el sexo ha sido tratado verbal y visualmente de forma tan magnética y brutal, una actualización en toda regla del monólogo de Alma en Persona (1966), Ingmar Bergman, evocador y magnético, con la diferencia de que ahora a quien se hace cómplice de los escarceos sexuales no es a una amiga y confidente, sino a quien fue pareja hasta hace poco, lo que vuelve el momento mucho más complejo respecto a las causas y los posibles efectos. La inevitabilidad de la atracción hacia otro cuerpo que tan bien expresaba el mismo rostro de Phoenix, menos cargado de marihuana y más depresivo, en un film como Two Lovers (2008) de James Gray. 

El film descubre su historia de amor en una capa oculta que no lo es tanto, pues con la historia de Doc Sportello y Shasta Fay se inicia, y se cierra la película en ese plano en el interior de un coche, con un rayo de sol se refleja e ilumina el rostro de un Doc que conduce sin rumbo fijo. La incertidumbre que genera la ausencia de toda promesa y la obligación de renunciar por tanto a toda esperanza y de beberse la vida a bocanadas, sin miedo a atragantarse. “Esto no significa que vayamos a volver”, se dice dos veces en la película. Un grito desesperado, la determinación de disfrutar de un tiempo en común que quizá también nos haga encallar muy hondo, tanto que el océano termine por absorber nuestros lamentos y ya no haya nadie cerca para salvarnos. 



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