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domingo, 5 de junio de 2011

Críticas: Código fuente

Source Code (USA-Francia, 2011).
Director: Duncan Jones.
Intérpretes: Jake Gyllenhall, Michelle Monaghan, Vera Farmiga, Jeffrey Wright, Michael Arden.
Guión: Ben Ripley.
Música: Chris Bacon.
Fotografía: Don Burgess.
Montaje: Paul Hirsch.
Idioma: Inglés.
Duración: 93 minutos.



Código Jones

Por Jorge R.


La literatura y el cine han hecho de la ciencia ficción un vehículo perfecto para optar por dos caminos. Uno lleva a poder narrarnos increíbles aventuras, llenas de imaginación, surcando mundos inalcanzables o inimaginables y sometiendo a sus protagonistas a fantásticos retos. El otro lleva a la exposición de preguntas sobre las posibilidades y la condición del ser humano sometido a circunstancias irreales. Este último camino ha servido a grandes literatos y cineastas para plantearnos sus respuestas a preguntas casi metafísicas que van desde la creación hasta la misma existencia. Duncan Jones, ya apuntaba en esta dirección en su anterior obra, Moon (con la que ganó el festival de cine fantástico de Sitges), donde, tirando de inteligencia más que de pirotecnia, nos puso ante el desolador misterio que rodea a su perdido protagonista.

Mucho más difícil parecía el reto de este Código Fuente. Su guión (con esas claras reminiscencias que abarcan desde Atrapado en el tiempo hasta Minotity Report) se prestaba a dejarse arrastrar ante un thriller apasionante y lleno de acción pudiendo jugar con las mil posibilidades que le brindaba su surrealista y brillante premisa en la búsqueda del malvado terrorista. Sin embargo Jones deja muy pronto claro que eso le interesa lo justo. Algo evidente cuando observamos cómo se desinfla el misterio o cómo a la resolución del mismo apenas se le da contenido. La aventura se desvanece para dejar aflorar cuestiones más profundas. El director juega con aquello de la física, aunque lo que termina tomando auténtico sentido sea la química. Es en este punto donde resulta vital que sus dos protagonistas hagan creíble esa apuesta y, ciertamente, Jake Gyllenhaal y Michelle Monaghan lo logran. Hay luz alrededor de ellos justo cuando debe aparecer.

Domina Duncan Jones la acción, consiguiendo que esos ocho minutos vividos y repetidos mil veces no cansen. Logrando, apoyado igualmente en un muy buen trabajo de montaje, que lo mismo sea en cada ocasión diferente y dando oportunidad a que broten sentimientos creíbles entre sus protagonistas. Incluso cada uno de los pequeños secundarios que viven y reviven en ese vagón de tren tiene la oportunidad de presentársenos de una forma y su contraria dependiendo del momento del metraje en el que nos hallemos. Y lo hace con un manejo envidiable, ya que de no ser así se puede caer en lo desastroso, de dos de las cosas que más me obsesionan e interesan cuando me pongo ante cualquier obra cinematográfica: el manejo del tiempo y del punto de vista (y no sólo en este género).

La perspectiva puede cambiar las impresiones. Por ello la ciencia ficción, como la magia, y sus licencias nos permiten imaginar qué pasaría si podemos manejar el tiempo y el espacio a nuestro antojo. Pero no sólo la ciencia ficción. Instalados en la realidad más palpable todos hemos dejado simplemente volar nuestra mente imaginando que nuestros anhelos (vitales, sentimentales…) se hacen realidad o situándonos allí donde nos hubiera gustado o gustaría estar. Y quizá sea ahí, en la realidad más cruda, donde termina presentándose el protagonista de esta cinta para decidir que no sólo hay que soñar sino que no hay que dejar escapar las cosas buenas que nos suceden cuando se nos presenta la posibilidad.

No se regodea durante el metraje esta cinta en aquello de haber tenido una buena idea. El filme es sincero, directo, concreto. Cuenta lo que quiere y va llevando al espectador allí donde pretende. Sin juegos, sin adivinanzas, sin perderse en el trayecto… sin artificios, lo cual tiene mérito estando en medio de algo que es en sí mismo artificial.

Código Fuente, que  pudo ser “simplemente” una buena película de acción, termina siendo una magnífica película que nos pone cara a cara ante complejísimas reflexiones. Incluso sobre la propia vida. Mucho ha obsesionado al hombre desde el principio de la historia la posibilidad de la vida eterna, pero hay algo que quizá nos pueda llegar a despertar aun más interés o pasión: la posibilidad de vivir (antes de la muerte) un amor eterno.




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