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lunes, 6 de junio de 2011

Críticas: Tokio Blues

Noruwei no mori (Japón, 2010).
Dirección y guión: Ann Hung Tran.
Intérpretes: Rinko Kikuchi, Ken’ichi Matsuyama, Kiko Mizuhara, Tetsuyi Tamayama, Kengo Kôra, Reika Kirishima.

Música original: Jonny Greenwood.

Fotografía: Ping Bin Lee.
Montaje: Mario Battistel.
Idioma: Japonés.
Duración: 133 minutos.




Blues extremo

Por Jorge R.


Declaración de principios: He abandonado (y si sigo pisando Tierra Filme habrá ocasión de comprobarlo) hace años la idea de comparar literatura con cine. Es absurdo. Son dos lenguajes radicalmente distintos, aunque puedan retroalimentarse. Nada se puede comparar a la lectura. Nada. Fundamentalmente porque cada lector se encarga de poner imágenes a su lectura. Y esas imágenes le pertenecen y son únicas, exclusivas. Nos acompañan porque nacen de nuestra imaginación. Que alguien traslade nuestras imágenes creadas a otras por él inventadas hará casi siempre que nos chirríe, cuando no que nos irrite. Si a eso le sumamos lo complejo de convertir letras en fotogramas y reducir cientos de páginas, que podemos tardar semanas en leer,  a dos horas de luz hacer comparaciones me resulta harto ridículo.

 Comentario: Hay una etapa de indeterminada duración en los primeros tramos de nuestras vidas en la que se une al deseo, a la búsqueda y a la entrega física y emocional el descubrimiento. Todas esas sensaciones enumeradas nos acompañan siempre pero uno sólo descubre algo una vez y uno sólo profundiza en el conocimiento de lo descubierto con el mismo ansia por tiempo limitado. El final de la adolescencia y la primera juventud suelen estar muy unidas al sexo y a la aparición de dudas, curvas, medias vueltas y vueltas enteras.

Tran Anh Hung (Cyclo, El olor de la papaya verde) se nutre de la novela del reconocido y exitoso escritor Haruki Murakami para intentar radiografiar esa parte de nuestras existencias en un arriesgado juego de adaptación, en el que opta por extremar sentimientos y por estirar el melodrama para forzar al espectador a acompañar en su dolor a sus protagonistas.

Una brillante banda sonora de Jonny Greenwood (quien reemplaza la musicalidad de la novela adaptada sin fisuras, llevándola a su terreno) y una brillante fotografía de Ping Bin Lee (que apoya con belleza los momentos más pretendidamente poéticos del filme y aporta realismo a los más explícitos) sirven de ejemplar ayuda al director para llevarnos a esa forma de narrar tan propia del etiquetado “cine oriental” (con el que suelo conectar con suma facilidad), que suele primar la imagen a la palabra y que juega con tiempos más calmados, tiempos distintos. En esta ocasión el resultado puede cansar. No me parece eficaz en muchos de sus estiradas escenas, pero hay algo que sí alcanza con certeza en bastantes ocasiones: que su cámara “flote”, ocupando el espacio, rozando a sus actores con su movimiento y envolviéndolos (envolviéndonos) para hacernos partícipes desde la sutileza de todo aquello que la pantalla pretende expulsar.

Hay prescindibles personajes (que no deberían serlo) que entran y salen sin quedarse, hay brotes superfluos cuando se quiere ser sesudo y hay planos que quieren trascender pero que se perderían en un anuncio de suavizante. También se pasa de puntillas por ese entorno socio-político que rodea a la historia. Todo eso es cierto pero no puedo negar que algunas de sus elipsis me deslumbran o cierto hipnotismo en otros muchos momentos, en especial cuando van cayendo los rollos de celuloide y el metraje comienza a anunciar su fin.

Y es que tras unas tres cuartas partes de película en las que, en demasiadas ocasiones, puede regodearse, rozando el infantilismo, en todo lo relacionado con el vuelo de hormonas propio de la edad de sus personajes (sobre todo puesto en paralelo con las desgarradoras vivencias que presenciamos), nos llega un tramo final, duro y opresivo, donde lucen sus actores con más contundencia, que cuadra lo contado y en el que consigue hacernos llegar su mensaje, que mucho tiene que ver con no aceptar nuestras limitaciones y defectos y con amar hasta la médula, hasta la locura o hasta la desesperación como lo hace el trío de seres humanos sobre los que gira la propuesta: descubrir, superando la delimitación temporal con la que inicié este texto, que se puede volver a descubrir.







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