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viernes, 10 de julio de 2015

Críticas: El mundo sigue

8/10
El mundo sigue (España, 1965).
Dirección: Fernando Fernán-Gómez.
Intérpretes: Lina Canalejas, Fernando Fernán Gómez, Gemma Cuervo, Milagros Leal, Francisco Pierrá, Agustín González.
Guión: Fernando Fernán Gómez, sobre la novela de Juan Antonio Zunzunegui.
Música original: Daniel White.
Fotografía: Emilio Foriscot.
Montaje: Rosa G. Salgado.
Idioma: Español.
Duración: 121 minutos.


Hacia la clase media

Por Mario Iglesias


En más de una ocasión, el ministro español de Obras Públicas entre 1970 y 1974 y posteriormente fundador de Alianza Popular y de la revista de extrema derecha Razón Española, Gonzalo Fernández de la Mora, justificó su adhesión y su participación en el régimen franquista con el argumento de que “Franco creó la clase media”. Semejante sentencia, que otorga al dictador ferrolano un poder casi demiúrgico al ser capaz de crear clases sociales desde el puro decisionismo gubernativo, podría ser impugnada desde presupuestos historiográficos o políticos, pero también podríamos intentar tomárnosla en serio y buscar ejemplos concretos de lo que significó el proceso de “crear la clase media”, entendiendo tan simplificador enunciado como una suerte de elogio del desarrollismo que se implantó en la sociedad española a raíz de la entrada de ministros del Opus Dei y de la puesta en marcha de los Planes de Desarrollo. Si tuviéramos que encontrar algún ejemplo cinematográfico de lo que significó dicho proceso a la vista de un microscopio y en la vida de las personas reales y concretas que lo sufrieron, seguramente ninguno tan pertinente como El mundo sigue, de Fernando Fernán-Gómez, ahora reestrenada. 

Basada en una novela de Juan Antonio de Zunzunegui, falangista crítico a la manera de José Antonio Nieves Conde y tan mal visto por el régimen que le endosó la ridícula pero efectiva para la época acusación de “gafe”, El mundo sigue, como casi toda la obra de Fernán-Gómez como cineasta hasta los años 80, tuvo un accidentado periplo por las carteleras, siendo rodada en 1963 pero no estrenada hasta 1965 en el cine Buenos Aires de Bilbao y no teniendo en su época ningún tipo de exhibición comercial ni en Madrid ni en Barcelona. La película comienza con un significativo plano fijo del volante y el salpicadero de un elegante coche, símbolo de la búsqueda de la opulencia que marcará de forma indeleble la trayectoria vital de las dos hermanas protagonistas, Luisa y Eloísa, y que desencadenará unos acontecimientos que van mucho más allá de la mimetización del esperpento valleinclanesco y que nos sitúan en el origen de ciertas tendencias en la sociedad española que están lejos de haber desaparecido, por el origen viciado y corrupto de esa supuesta “creación de la clase media” cuyos orígenes ideológicos están fijados de forma demasiado sólida. 
Ubicada en Madrid y con dos lugares muy reconocibles como referencia de toda la trama (el ático de la Plaza de Chueca en la que viven los padres de las dos protagonistas y su beato hermano y el sótano del barrio de Malasaña en la que Eloísa y Faustino habitan con sus cuatro hijos), tras unos planos generales de ambiente enseguida la cámara va mostrando sus intenciones al construir un relato desasosegante y asfixiante, con abundancia de encuadres oblicuos, picados, contrapicados y zooms que nos acercan a los rostros de los cada vez más degradados personajes y configurando unas formas que tienden hacia lo demencial, en coherencia con un desaforado relato en la que la salvaje concreción de los contradictorios deseos de las hermanas rivales solo puede llevar hacia la tragedia. En dos secuencias concretas el acierto formal de Fernán-Gómez se hace muy llamativo: la rodada desde el exterior del mencionado sótano, con los barrotes aprisionando al infeliz matrimonio y mostrándonos su nula intimidad, y en el acontecimiento estético en  que se convierte la reconciliación de Luisa con sus padres, a través de 27 planos concentrados en un minuto de metraje en los que el personaje interpretado por Gemma Cuervo sube las escaleras hacia la casa de su infancia mientras una serie de inserciones nos muestran su evolución vital hacia el deseado momento en el que se convierte en la triunfadora de la familia, aceptada por la fuerza de su nuevo poder adquisitivo. 

En medio de un desordenado proceso de arribismo en el que, como en toda conversión sin anestesia de cualquier sociedad al credo del enriquecimiento fácil, queda desarbolado cualquier atisbo de objeción moral (aunque sea ésta de inequívoca matriz conservadora, como la que observan  en los inicios los padres de las protagonistas ante la evidencia de que la opción de vida que escoge Luisa), El mundo sigue refleja dos formas reales y concretas de ascenso social en la España de la época: los juegos de azar y la seducción de hombres acaudalados. Los dos personajes que lo ejemplifican (Faustino y Luisa) alcanzan sus mejores momentos de lucidez en sendos arranques de histeria, el primero al intuir hacia dónde le llevará su obsesión quinielística, que progresivamente irá desquiciando su rostro (de forma inhabitual en un personaje interpretado por el mismo Fernán-Gómez)  hasta que a través de dos demorados zooms hacia un primerísimo primer plano veamos su angustiosa espera a la hora de cometer el robo definitivo, y la segunda cuando es consciente de la pérdida que implica su opción por la riqueza, tras haber engañado sobre su supuesto embarazo al personaje de Fernando Guillén, su novio de siempre, con el que intuía una felicidad más “decente” (en sus propias palabras) que la que intentará a partir de entonces, basada en la comodidad de los oropeles. 

Del mismo modo que el geógrafo David Harvey consideraba La haine, de Mathieu Kassovitz (1995), como la concreción de los interrogantes planteados por Dos o tres cosas que sé de ella de Jean-Luc Godard (1967) sobre la evolución del paisaje urbano parisino, podemos entender que la sórdida fetidez moral que emana de El mundo sigue constituye la continuación natural de Surcos, de José Antonio Nieves Conde, insertando de nuevo en el interior de una familia tradicional y de orígenes rurales la dislocación que produce el nuevo estado de cosas surgido del desarrollismo, entonces intuido e incipiente y ahora ya irreversible configurador del paisaje moral del nuevo Madrid. En su avasallador final, a través de 17 planos en los que se cita de forma inversa y ahora con Eloísa de protagonista la secuencia del triunfo de Luisa anteriormente reseñada, el largometraje de Fernán-Gómez lleva hasta las últimas consecuencias el progresivo desquiciamiento del relato y da el cemento definitivo a la oscura catedral cinematográfica con la que levanta acta, sin concesiones, del áspero mundo que le rodea y que hoy, a gritos, nos sigue interpelando


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