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miércoles, 12 de marzo de 2014

Americana Film festival

Vino para quedarse. Por Júlia de Balle.



Durante el pasado mes de febrero, del 13 al 16, tuvo lugar en Barcelona la primera edición del Festival de Cinema Independent Nord-Americà, después que esta fuera la propuesta que resultara ganadora del concurso para emprendedores Movistar Artsy, un certamen con la vocación de apoyar iniciativas culturales y hacerlas realidad.
La voluntad del festival es clara y acertada: acercar al público una muestra de la producción de cine americano contemporáneo e independiente que no suele tener hueco en nuestras grandes pantallas, pues a pesar de haber circulado por importantes festivales e incluso aunque haya cosechado premios en algunos de ellos, no cuenta con una distribución internacional. En definitiva, traernos una muestra de lo que se exhibe en Sundance, Tribeca o Austin, por supuesto en versión original subtitulada, y por unos euros por debajo del precio medio de una entrada, si no es comprada en el día del espectador o, ahora, en un mágico miércoles.

Cinemes Girona fue la sede del Americana durante estos cuatro días de febrero y en una sola de sus salas se pasaron las 11 películas seleccionadas, cada una exhibida en un pase único, a excepción de la inaugural. Este funcionamiento un tanto comedido que no quería ofrecer más de lo que, se esperaba, sería demandado, provocó algún que otro problema de circulación durante los momentos de vacío y llenado de la sala, puesto que prácticamente todas las sesiones colgaron el cartel de “sold out” y el festival convivió con la programación habitual del cine. Esperemos que el próximo año el aforo completo no sea ya motivo de sorpresa. También cruzamos los dedos para que el anuncio promocional mejore, estamos seguros de ello.

Pero hablemos ahora de lo más importante, el contenido. El Americana empezó para nosotros con The Motel Life (Alan y Gabe Polsky), un drama en toda regla sobre dos hermanos huérfanos, treintañeros, perdidos y perdedores que encuentran momentáneos resortes de cierto bienestar apartándose de una maldita y cruda realidad gracias a su imaginación, uno dibujando y el otro inventando historias. La ópera prima de los hermanos Polsky es una historia trágica, bien contada, bien interpretada por Emile Hirsch y Stephen Dorff, y que, en sintonía a su ritmo pausado, va acabando con las pocas briznas de esperanza que pueden vislumbrarse al inicio, de una manera tan lenta como inexorable. Los escondrijos imaginarios llevados a la pantalla en forma de animaciones plasman bien el tono de los relatos que cuentan y no sirven precisamente de vía de escape para rebajar lo grave de la historia, sino más bien para matizar esta gravedad. Una gran ejercicio de cómo las metáforas cuentan mejor las cosas que los propios hechos.

Seguimos con Drinking Buddies (Joe Swanberg) y ya empezamos a reírnos. Kate (Olivia Wilde) y Luke (Jake Johnson) trabajan juntos en una fábrica de cerveza, a ambos les encanta trasnochar, jugar con la comida y ver hasta donde es posible relajar las convenciones sociales que dictan como hay que comportarse en público. Ambos son prácticamente lo opuesto de sus respectivas parejas. Pero la atracción de contrarios sigue su curso y digamos que todo cuadra hasta que los cuatro se reúnen para pasar un fin de semana conjunto en donde tanta afinidad invertida se vuelve insostenible. Ron Livingston y Anna Kendrick, que dan vida a las respectivas parejas de Kate y Luke, intentan empezar algo nuevo entre ellos, pero la culpabilidad y probablemente el hecho de que los otros dos no hagan lo propio, no les permite seguir. Un film sobre la complejidad de las relaciones que nos atrapa por el encanto de sus protagonistas y porque el conflicto que plantea es seguramente irresoluble.

Cambiamos de día. El sábado empezamos con In A World…, que es la incursión como directora y guionista de Lake Bell (después de haber hecho dos cortometrajes), a quien desde aquí conocíamos sobretodo por haber co-protagonizado la notable How to Make It in America (2010), que la HBO no quiso renovar después de dos temporadas. Too Bad. Bell es también protagonista en esta comedia redonda y nos dejó pasmados con todo el talento del que su primera película hace gala. La historia se enmarca en el poco tocado mundo del doblaje, está construida de una manera clásica e incluso tiene claras referencias al slapstick, aunque todo ello tratado de forma actualizada, sin chirriar, y tejido junto a un transfondo donde se plantean temas como el relieve generacional familiar, la posición de la mujer en una industria esencialmente masculina, o que puede ser normal que te llegues a dar cuenta de que te gusta más el chico normalito que trabaja contigo que un despampanante ricachón que intenta seducirte. Risas y emoción.
Foto: Facebook oficial de Short Term 12

A continuación vino Short Term 12 (Destin Cretton) la historia de lo que ocurre dentro de una casa de acogida para niños y adolescentes, con o sin familia, cada uno con sus vivencias y su mochila bien cargada. Un film que ha arrasado en premios ahí por donde ha pasado y que, humildemente creemos, hubiera sido mejor que invirtiera el orden de proyección con la anterior película, pues de toda la vida es mejor ver primero un drama para luego acabar con una comedia. A pesar de ello, lo cierto es que disfrutamos, sufriendo, claro. Cretton ya firmó en 2008 un corto con el mismo nombre, por lo que es evidente que tanto el desarrollo del guión como la construcción del film han sido reposadas y ello se aprecia en la forma equilibrada que tiene de intercalar los momentos más dramáticos y tensos con pequeños escollos de humor que resultan de lo más naturales, pues para ver la amplitud de la tragedia, hay que haber podido vivir la alegría, y viceversa. Formidablemente interpretada tanto por los niños-adolescentes como por los jóvenes cuidadores, cuyos propios problemas del pasado se ven reanimados por las circunstancias presentes, Short Term 12 deja el listón muy alto para próximas películas con afinidad temática, si bien peca de algún desliz final en la resolución precipitada y poco verídica, por exceso de dulzura, y éxito de alguna subtrama.

El domingo empezamos con The Kings of Summer (Jordan Vogt-Roberts), confirmándose lo que ya venía pareciendo una tendencia en el Americana, que fue la presencia de una cierta vena humorística en muchas de las películas, y que si bien tomó su propia forma en cada una de ellas, también dotó al festival de un tono general distendido e ingenioso, cosa siempre de agradecer. De todo lo que vimos, el caso de The Kings of Summer sería el más extremo en cuanto al uso del humor, pues quizá su fallo es que intenta ser demasiado graciosa, durante demasiado rato. El primer largo de Jordan Vogt-Roberts está rodado con cura y estima, centrándose mucho en los detalles pero perdiéndose un poco en la visión global, y haciendo alarde de un estilo visual potente que resulta muy adecuado para cualquier videoclip de 4 minutos, pero que en una película puede llegar a cansar. La inverosímil historia de unos adolescentes que se construyen una cabaña en el bosque para poder vivir bajo sus propios mandamientos en vez de los de sus progenitores, no tiene de malo que sea justamente inverosímil, sino el hecho de no acabar de mojarse para dejar esto claro, y que, sólo entonces, debido a esta incertidumbre, empieces a hacerte preguntas acerca de su verosimilitud. Creemos que le falta un punto de radicalidad para ganar coherencia. Aún así, es disfrutable.

Upstream Color
Y, finalmente, la segunda y última película del domingo y del festival para nosotros, puesto que llanamente nos dejó sin poder absorber nada más a continuación, así que sencillamente nos perdimos la de clausura, fue Upstream Color de Shane Carruth, conocido por haber ampliado los horizontes de la ciencia ficción de bajo presupuesto en su anterior Primer (2004). Carruth es también protagonista de esta historia, que comparte con la actriz Amy Seimetz, quien está más que a la altura de las circunstancias, a pesar de la naturaleza poco convencional de este proyecto. Es fácil decir de qué no habla esta película, pero ya se torna un tanto complicado definir de lo que sí trata. Vamos a intentarlo. La segunda de Carruth es una experiencia fílmica reveladora que desafía buena parte de las convenciones narrativas y de montaje a las que estamos acostumbrados, y que a la suma se sirve de eso para construir, o mejor dicho, desmenuzar, una historia de ciencia ficción con más interrogantes que certezas. Es una especie de alegoría para indagar acerca de cómo de dirigidos estamos en nuestro día a día, cuánto nos asemejamos al ganado que se mueve dentro de su cuadra y cómo de perdidos nos encontramos, como espectadores, al intentar seguir el hilo de una conspiración que los protagonistas también procuran descifrar y que, en última instancia, debe servirles, deber servirnos, para despertar. Impactante visualmente, envolvente y cautivadora a nivel sonoro, lo que sí podemos saber del cierto es que en el subtexto se esconde una crítica abierta a algunos de los males de nuestra sociedad, tan arraigados como necesario cree Carruth que es un cambio de conciencia que devuelva al hombre a los bosques de donde viene, y que acerque Walden, el libro de Henry David Thoureau, a nuestras vidas: una de las pocas pistas, expuesta de manera reiterada, donde una puede aferrarse. Y esto es lo único esencial porque tal y como se advierte en el trailer, da igual qué forma le des a la historia, su color acabará brotando. Una experiencia agitante.

Tan sólo nos queda ya por decir que el Americana fue una de estas citas culturales a las que es tan fácil acostumbrarse, como difícil resulta la espera de la siguiente edición. Com’on!




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