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martes, 4 de agosto de 2015

Críticas: El secreto de Adaline

4/10
The Age of Adaline (Estados Unidos, 2015).
Dirección: Michael Cuesta.
Intérpretes: Jeremy Renner, Mary Elizabeth Winstead, Ray Liotta, Michael Sheen, Barry Pepper, Andy Garcia, Rosemarie DeWitt.
Guion: Peter Landesman, sobre los libros de Gary Webb y Nick Schou.
Música original: Nathan Johnson.
Fotografía: Sean Bobbitt.
Montaje: Brian A. Kates.
Idioma: Inglés.
Duración: 112 minutos.


Una tibia historia de amor

Por Ricardo González Iglesias

El cine nos ha regalado grandes historias de amor, melodramas al borde del paroxismo que perpetúan en nuestra sociedad una falsaria aprehensión del querer al uso romántico. El secreto de Adaline profundiza en las procelosas aguas del amor imposible por imposición sobrenatural, que lleva a los personajes al sufrimiento compartido, debido a una pirueta narrativa que convierte a la protagonista en un eterno, inalterado e inalterable objeto de deseo transmitido (casual o causalmente) de generación en generación, haciendo sucumbir a toda la prole masculina de una misma familia.

El secreto de Adaline juega con determinados elementos de otros filmes adscritos más o menos al género, o donde el amor es eje fundamental de los mismos. El film intenta soportar ecos en su guion, por comparación y sin fortuna a pesar de su solvente ejecución, que lo emparentan con El curioso caso de Benjamin Button (David Fincher, 2008) en el tratamiento y efectos de un hecho extremadamente singular que roza lo sobrenatural; El diario de Noa (Nick Cassavetes, 2004) en el dilatado tratamiento narrativo de lo temporal; o Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999) en la justificación serendípica de la acción, a través de un sujeto de enunciación cuyo discurso en off queda circunscrito aleatoriamente a las necesidades formales y estilísticas del guionista. Estas confrontaciones o referencias, más o menos explícitas en el film, asaltan al espectador  a modo de deja-vù cinematográfico, obrando negativamente sobre la percepción global de la película.

Una irregular intensidad, una impecable estética y ambientación, una eficiente realización y una Blake Lively que inunda la pantalla, con una belleza etérea y una elegancia atemporal al alcance de pocas actrices (perfecta para el papel protagonista), convierten a El secreto de Adaline en un film que responde tibiamente a cualquier atisbo de esperanza o capacidad de engatusamiento que pueda generar en la ávida audiencia del épico y sufrido género melodramático.




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