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martes, 15 de abril de 2014

Atlántida Film Fest: Why Don't You Play in Hell?

8/10

Jigoku de naze warui (Japón, 2013).

Dirección, guión y música original: Sion Sono.
Intérpretes: Jun Kunimura, Shinichi Tsutsumi, Fumi Nikaido, Tomochika, Hiroki Hasegawa, Gen Hoshino, Tak Sakaguchi.
Fotografia: Hideo Yamamoto.
Montaje: Jun'ichi Itô.
Idioma: Japonés.
Duración: 126 minutos.



Hagámoslo al estilo japonés

Por Daniel Reigosa

Cuando uno se pregunta acerca del cine japonés, lo más normal es que se venga a la mente el manga, el cine de monstruos, de terror, de mafia (yakuza), el gore o las películas de samuráis, dejando a un lado el desconocido (para el gran público) universo legado por Ozu que ha calado en directores actuales como Hirokazu Koreeda. Es lo que Japón exporta y es lo que conoce la gente.

El director Sion Sono representa todo eso y mucho más, ya que se encarga -a través de su personal coctelera- de satirizar sobre la decadencia de ese tipo de cine a la vez que se lo pasa en grande rodando sus largometrajes. Ver una película de Sono es ver varias películas a la vez, tan importante por lo que cuenta (y cómo lo cuenta) como por lo que calla, aunque en Why Don’t You Play in Hell? callar se calla más bien poco. Pura diversión aparentemente superficial cargada de reflexiones profundas sobre diversos temas que preocupan al director. Sono se ha ganado un respeto a base de realizar un cine anárquico, multireferencial, deliberadamente postmodernista y, a la vez, completamente personal (algo que también ha conseguido su alter ego Quentin Tarantino al otro lado del charco).

En esta ocasión, a nivel argumental Sono organiza el filme en tres historias que transcurren en un intervalo de 10 años y que convergen en una sola a medida que se acerca el final: una de yakuzas con dos bandas enfrentadas (contada desde ambos lados), otra es una suerte de romance (con la hija de uno de los jefes yakuza como protagonista) y la última y motor de la historia, la de un joven director y su equipo (los Fuck Bombers, formado por él mismo, dos operarios de cámara y un actor, el Bruce Lee del s. XXI) que se encomienda al Dios del cine para hacer una obra maestra. Pero antes de todo este derroche de ideas y frescura narrativa la película comienza con un pegadizo anuncio de pasta de dientes (protagonizado por la hija del jefe yakuza) que se convertirá en el leitmotiv principal del filme (cuya enfermiza música no soy capaz de sacar de mi cabeza).

No solo a nivel argumental sino también referencial el filme está constituido por varias capas. En un primer nivel se aprecia un sentido aroma al cine de Tarantino (una especie de homenaje al maestro de los homenajes) y al cine policial de mediados de los años 60 que realizaban directores como Kinji Fukasaku y Seijun Suzuki, influencias claras en el cine de John Woo que revitalizaría el género policíaco japonés en la década de los 90.

Adentrándonos un poco más, en una segunda capa, encontramos multitud de referencias más concretas, bien en forma de escenas o personajes, todas y cada una metidas con sentido y por auténtico amor al cine. Se establece aquí un perverso juego que tiene sus bases en el metacine, la referencia de la referencia. A través de una escena que alude irremediablemente a Cinema Paradiso, Sono reivindica los antiguos formatos y maneras de concebir el cine (cosa que ya hacía la película de Tornatore en cuestión); por medio de un personaje vestido como Bruce Lee en Juego de la Muerte (ese mono amarillo que Tarantino ya homenajeo en Kill Bill, otra vez se establece un juego aquí) el director expresa su admiración por el cine de artes marciales de los años 70; a través de escenas directamente sacadas de películas del director hongkonés Johnnie To (Election, Election 2) rinde homenaje a las películas de yakuzas de los años 2000, que a su vez toman como referencia las policíacas de los años 60-70; y no podía faltar un homenaje a lo tradicional, con frases como “hagámoslo a lo japonés”, la banda rival de yakuzas decide cambiar pistolas por katanas, los trajes por kimonos y su guarida por una vivienda tradicional de paredes de papel, dándole al filme un aroma a las películas del género chambara y jidaigeki de los años 50-60. En las peleas se destila también un homenaje a las películas de Masaki Kobayashi (un director al que Tarantino, por cierto, le debe muchísimo). Y así un sin fin de referencias que se me escapan y otras que podrían dar lugar a artículos independientes.

La capa definitiva es puro metacine (esto empieza a parecer ya una crítica dentro de una crítica). Los últimos cuarenta minutos (en los que las tres historias se unen) contienen los momentos más brillantes e introspectivos, otorgando profundas reflexiones sobre el cine y la sobrevaloración de lo real. Puro cine dentro del cine que se extiende hasta la última escena (un último gag resumen de todo lo anterior).

Why Don’t… rebosa humor, chorros de sangre y ritmo cardíaco, pero no está exenta de cierta crítica hacia el aletargado sistema de estudios japonés. Mediante el uso de la ironía y los afilados diálogos que recitan sus personajes: “el dinero ha matado al cine japonés” o “la fantasía se está cargando lo real”, Sono reivindica el cine de lo auténtico, real o no, en contra de lo impostado y rancio que abunda en las carteleras. Y es que, según Sono, es mejor hacer una sola obra maestra y morir en el intento que mil películas simplemente por dinero, máxima que el joven director protagonista de su película cumple a pies juntillas. Why Don’t… es una explosión cultural, un certero crochet a la mandíbula del aletargado espectador, un vómito de una digestión de más de cien años que es imposible que te deje indiferente.


P.D. Resulta imprescindible acercarse a este filme totalmente libre de complejos, abrir bien la mente cinéfila para poder apreciar esta obra y todo lo que contiene. Abstenerse puristas.


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