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jueves, 5 de enero de 2017

Críticas: Silencio

5/10
Silence (Estados Unidos, 2016).
Dirección: Martin Scorsese.
Intérpretes: Andrew Garfield, Adam Driver, Liam Neeson, Ciarán Hinds, Tadanobu Asano, Shin'ya Tsukamoto, Ryô Kase.
Guión: Jay Cocks, Martin Scorsese; sobre el libro de Shusaku Endo.
Música original: Kim Allen Kluge, Kathryn Kluge..
Fotografía: Rodrigo Prieto.
Montaje: Thlema Schoonmaker.
Idiomas: Inglés, japonés.
Duración: 159 minutos.


Palabra del Señor

Por Sofia Pérez Delgado
(La película del día)


Silencio, el último y esperado trabajo de Martin Scorsese, está basado en la novela del escritor católico Shusako Endo, ya adaptada al cine en 1971 por Masahiro Shinoda, que se ambienta en una parte de la Historia de Japón no demasiado conocida: la del intento de evangelización del país por parte de los jesuitas en el siglo XVII, la imposibilidad de llevarla a cabo debido a los contrastes culturales, y la persecución que por ello sufrieron los kakure kirishitan (“cristianos ocultos”), japoneses conversos que seguían los dogmas de manera alienada, y que tuvieron que continuar practicando sus creencias en secreto. El padre Sebastiao Rodrigues, sacerdote portugués, vivirá en sus propias carnes el martirio al que fue sometido su mentor, al que ha ido a buscar, antes de apostatar. A través de Rodrigues, Scorsese vuelve a aludir a la figura de Jesucristo como ya hiciera en la polémica La última tentación de Cristo (1988), pero lejos de mostrar su lado más humano como en aquella, en este caso se centra en la parte más espiritual de una persona. El abrazamiento de Rodrigues de la fe será más fuerte que su deseo de ser un hombre normal, sin darle nunca la espalda a Dios, y sacrificándose en última instancia. 

Un siempre camaleónico Scorsese, que se adapta a las necesidades de las historias que narra, realiza un filme totalmente alejado de los excesos que tanto se criticaron de su obra inmediatamente anterior, El lobo de Wall Street (2013). Silencio es una superproducción muy cuidada, sobria y de ritmo pausado, consecuente con esa tortura no tanto física (que no se oculta, pero tampoco se recrea en ella), sino emocional, que sufre el protagonista. Carente de toda épica, al contrario de lo que sus tráiler han pretendido vender, la “aventura” (si es que se puede llamar así) de Rodrigues es puramente interna. Se trata de la lucha entre renunciar a la fe externamente, pero continuar viviéndola íntimamente,  a través de la compleja comunicación con un Dios que el 99% de las veces permanece callado, pero por el que se decide morir (o en este caso apostatar) para salvar a los demás. La cuestión de la apostasía es insistente, para mostrar la presión que recibe Rodrigues; sin embargo, casi tres horas de encuentros y de intentos de persuasión terminan por saturar y resultar repetitivos.
No acaba de ser acertada la elección como actor principal de un Andrew Garfield al que nunca se le ve dentro del papel; en las secuencias que comparte con Adam Driver, éste le eclipsa con su verosimilitud. Tampoco se escapa al retrato estereotipado de algunos japoneses. En este sentido, el personaje de Kichijiro (Yôsuke Kubozuka) roza el ridículo en cada nueva aparición, banalizando su comparación con Judas, que ha tenido mucha más presencia y entidad en otras recreaciones biblícas, además de revelar otro de los problemas del filme: su tendencia al subrayado, a la obviedad, manifestada especialmente con la introducción en off en el epílogo de un personaje holandés que solo sirve de narrador explicativo.

Precisamente es este énfasis el que acaba con la posible ambigüedad de la película, conseguida sobre todo gracias al personaje del Padre Ferrerira (Liam Neeson), que por suerte parece más sensato y menos esperpéntico que cualquiera de los secundarios nipones, cuyas justificadas razones no solo quedan anuladas por sus formas de llevarlas a cabo, sino por la manera en que se les representa en el filme. Sin embargo, sin intención de revelar más de lo necesario, el último plano y la dedicatoria final dejan muy clara la ideología que Scorsese quiere transmitir, sin dar margen a segundas lecturas.



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