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lunes, 26 de diciembre de 2011

Gus Van Sant: Mostrando lo invisible

No puedo ser objetivo. Gus Van Sant es mi favorito. Uno de los directores de cine que, quizá, más me ha hecho disfrutar dentro de una sala de proyección con su arte, con su forma de exprimir la imagen en la búsqueda inteligente de sensaciones íntimas y profundas en sus personajes. Pocos como él han podido colarse en la mente humana y han podido reflejar pensamientos tanto racionales como irracionales. Pocos han podido y pueden transmitir con más pureza, sin apenas aditivos, aquello que pretenden dejando que las cosas (planificadas a la perfección sin aparentarlo), simplemente, ocurran delante de su cámara. Y para quien, como yo, valora el poder de la imagen en el cine por encima de cualquier otra consideración eso no tiene comparación ni precio.

Tal vez Van Sant encarne en primera persona ese auténtico espíritu de cine indie norteamericano de finales de los ochenta y principios de los noventa y, de igual manera, tras su éxito inicial en ciertos círculos, vimos como se vio obligado a meter la pata rodando encargos alimenticios hollywoodienses (alguno ridículo en su pretensión y resultado) para poder seguir subsistiendo en la profesión. Hay que agradecer pues sus meteduras de pata si a cambio su filmografía nos ha podido regalar con posterioridad varias obras maestras, para mí, incuestionables.

Hace relativamente poco tiempo tuve la suerte de poder ver en pantalla grande su film iniciático Mala Noche (1986), donde ya apuntaba de forma rotunda muchas de sus obsesiones (personajes al límite… al margen) y maneras posteriores, en un trabajo tan pobre (paupérrimo) en medios como interesante y prometedor en su resultado.

Su posterior y durísima Drugstote Cowboy (1989), relato de aquellos cuatro desesperados atracadores de farmacias en busca de su dosis, encabezados por Matt Dillon, hizo que su nombre empezara a ser tenido en cuenta, aunque su consagración mundial se la dio la maravillosa My Own Private Idaho (1991), en la que el inolvidable River Phoenix, en su magistral papel de homosexual narcoléptico, y Keanu Reeves, también brillante como chapero por despecho, bordan una road-movie que esconde, tras su aparente suciedad, una hermosísima historia de amor y de búsqueda de las raíces donde encontrar el único amparo final en demasiadas ocasiones. El manejo del poder narrativo y expresivo de la imagen comienza ya a ser sobresaliente. Van Sant, que se ha confesado siempre deudor de nombres como Béla Tarr (a quien se aproximará de manera brutal en trabajos más recientes), como Fassbinder o Jarman, experimenta con éxito en la búsqueda de un lenguaje visual cada vez más depurado y más elocuente, desprendiéndose del mayor número de elementos accesorios y prescindibles. Y cuando uno se va quedando desnudo tiene menos oportunidades de esconder sus defectos.

En las cinco películas que Gus rodó tras Mi Idaho Privado hay de todo. Dos bienintencionadas pero fallidas cintas con desigual recibimiento Ellas también se deprimen (1993) y Descubriendo a Forrester (2000), un remake lamentable de Psicosis (1998) (en el que el director debió disfrutar como experimento y acercamiento al estilo de uno de los más grandes genios del cine, pero que no debió estrenar por vergüenza), y dos obras que hay que salvar y destacar. Soy un firme defensor de esa película titulada Good Will Hunting (1997), un entretenimiento notable soportado por una historia fascinante en su propuesta, bien interpretada y resuelta. En cuanto a Todo por un sueño (1995) no hace falta ser defensor. El filme se defiende por sí mismo. Con una tremenda interpretación de Nicole Kidman, Van Sant borda una realización inspiradísima para cargar con contundencia contra muchos de sus detractores, contra una forma de hacer periodismo, contra muchos de los tradicionales tópicos americanos (y no americanos) y contra casi todo lo que se mueve. Un trabajo efectivo, lúcido y propio de alguien que parece muy listo (en el mejor sentido del término).

Sin embargo las tres películas que sitúan a Van Sant en un nivel superlativo y que hacen de él un artista único vendrían ya metidos en la primera década de este nuevo siglo en el que nos encontramos.

He escrito y hablado muchas otras veces de la que siempre he llamado su “trilogía del aislamiento”. No me importa hacerlo de nuevo porque creo que nadie ha sido capaz de reflejar de manera tan brillante en el cine la soledad real del ser humano. La soledad real y la soledad interna y externa en la que nos hallamos en demasiadas ocasiones y que nos lleva a consecuencias impredecibles y extremas si no somos capaces de soportarlas según quien la sufra.

Dicha trilogía comienza con el aislamiento físico de Gerry (2002), donde el cineasta recurre a una anécdota que se convierte en epopeya simbólica de la capacidad de resistencia auténtica del ser humano en la búsqueda de la supervivencia. Donde se nos pone frente a frente a muchas de nuestras paranoias, donde muchos vemos uno donde hay dos, donde la locura se mezcla con la realidad. El director recurre a eternos travellings para lograr bucear en la profundidades de los cerebros de sus protagonistas en los que puede parecer que no ocurre nada pero está ocurriendo todo… todo lo que el narrador quiere que suceda… que podamos colarnos en las sensaciones y desesperanzas de aquellos que sigue con su cámara. El final nos deja un poso enorme de duda sobre todo lo anteriormente filmado y nos pone de cara a una parábola gigantesca que eleva este título quizá a lo más alto de toda la obra de su responsable.

Tras Gerry asistimos a la presentación de las consecuencias del aislamiento social de la ganadora en Cannes Elephant (2003). Magistral retrato, de nuevo, de su protagonista y donde Van Sant recurre con más claridad al dominio total del manejo espacio-temporal en la narración cinematográfica. Vemos y revemos las mismas escenas en distintos momentos y desde distintos ángulos y entendemos que lo igual puede ser diferente dependiendo del punto de vista. Nada inventa el director pues es una herramienta vieja en muchos maestros pero la brillantez desbordante con la que se maneja aquí no hace más que subir el nivel de la película a cotas pocas veces vistas.

El fin de su trilogía lo pone Last Days (2005). El aislamiento mental inspirado en los días que precedieron al suicidio del quien fuera líder de Nirvana, Kurt Cobain (con un Michael Pitt que, para mí, realiza una de las interpretaciones más apabullantes que haya visto jamás). La soledad del genio incomprendido (quien sabe si también inspirado en muchos momentos vividos por el propio Van Sant). Cine radical, mismas herramientas, mismo manejo del punto de vista, misma manera de expresar lo casi inexpresable: qué lleva a una persona a no poder seguir adelante, a no sentirse parte de nada, a no poder manifestarse más que mediante su talento artístico y a saber que lo único realmente imperecedero son nuestras obras, cuando logran trascender.

Van Sant sigue en la línea de sus tres películas anteriores en la notabilísima Paranoid Park (2007). Otra vez nos mete en la cabeza de un ser marginal y juega con la culpa, con la posibilidad de salir indemne socialmente de actos terribles. Indemne socialmente, sí, pero no mentalmente porque somos, en gran medida, aquello que hacemos y, salvo casos excepcionales, todos somos poseedores de aquello que llamamos conciencia. Su estilo y su manejo del lenguaje están ya tan elaborados logra que todo tenga significado, que cada plano sea denso, que estudiemos hasta el sentido del sonido y del enfoque de cada instante. Absolutamente desbordante.

La última parada que haré en este retrato será Milk (2008). Biopic de uno de los primeros luchadores por los derechos de los gays en Estados Unidos y que en buena medida supongo que rodó por aquello del tema alimenticio del que hablé al inicio pero a quien también creo que quiso aproximarse por necesidad reivindicativa en primera persona. No es casualidad que Van Sant sea quien más y mejor se haya acercado a los personajes homosexuales en el cine de las últimas décadas. El resultado es un film tan académico (y emocionante por momentos) como alejado de lo que yo busco en el director, aunque tratándose de alguien con tanto talento no podemos hablar de una película fallida en absoluto.

Este año estrena Restless, su último film hasta la fecha. Iré a verla con las mismas ganas de siempre tratándose de Van Sant, a quien considero el mayor dominador actual del estilo de cine que me más llena e interesa, aquel que se muestra más cercano a la pureza de un arte, llamado el séptimo, que engloba de una u otra forma a los otros seis pero que debe diferenciarse en aquello que es distinto. El cine es imagen en movimiento. Eso debería ser en esencia (aunque, obviamente no sólo) y con ello sólo debería poder llegar a contar historias. Algunos privilegiados tienen el poder de hacerlo y Gus Van Sant fue elegido.


Jorge R.

1 comentario:

  1. Isabella della Sicilia6 de enero de 2012, 0:25

    Gus Van Sant siempre me ha parecido un director irregular, aunque reconozco que le he visto poco. Me parecen maravillosas 'Todo por un sueño' y 'Mi Idaho privado';'Drougstore cowboy' me dejó fría; 'Good Will Hunting' me parece una ñoñería absoluta sobrevalorada, aunque nunca a los niveles de 'Elephant' que me parece un horror. Qué coñazo de espalda de crío, por el amor de Diorrr... De lo demás no opino, porque como he dicho al principio me queda mucho por conocerle...

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