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miércoles, 6 de abril de 2016

Críticas: El juez

8/10
L'hermine (Francia, 2015).
Dirección y guion: Christian Vincent.
IntérpretesFabrice Luchini, Sidse Babett Knudsen, Miss Ming, Berenice Sand, Claire Assali, Floriane Potiez, Corinne Masiero.
Música original: Claire Denamur.
Fotografía: Laurent Dailland.
Montaje: Yves Deschamps.
Idioma: Francés.
Duración: 98 minutos.

Agua fría

Por Mario Iglesias


Durante la primera hora de metraje de El juez parece que estemos asistiendo a una representación, tenuemente ficcionada, de un documental de Raymond Depardon: con una fría objetividad y mediante unos colores que rozan la gelidez, asistimos a una radiografía del sistema de justicia penal francés a través de los puntos de vista del protagonista, por un lado, y de una pléyade de personajes sobre los que es difícil saber el grado de protagonismo que alcanzarán. Entre ellos están dos periodistas judiciales –el caricaturista veterano y la novata curiosa-, los otros dos jueces que componen el tribunal penal, abogados, acusadores, testigos y un variopinto y muy significativo jurado, de cuya primera reunión fuera de la sala del tribunal (para un almuerzo) podemos concluir que entre las virtudes, no pocas, del nuevo largometraje de Christian Vincent se encuentra el de saber dar testimonio, con visos de verosimilitud, de la diversidad étnica y social de la Francia contemporánea, en la línea de obras como La clase (Laurent Cantet, 2008). Y, sin embargo, en esta primera hora también detectamos uno de los puntos clave de la narración: aquel en el que el tan sobrio como asocial funcionario que da título a la película reconoce a una de las personas con las que se encuentra en la sala, una mujer que forma parte del jurado y con la que entrecruza una mirada sutil pero inequívoca de reconocimiento, en uno de los escasos momentos de esa primera parte en la que parece no tener todo su entorno bajo control.

La aparición de la música extradiegética marca la ruptura entre el cuasi documentalismo inicial y el relato posterior, en el que el juez se revela como una persona de carne y hueso, cuyos anhelos y debilidades se aproximan a los de cualquier otro ser humano y que a pesar de una cierta torpeza es capaz de abrirse paso para intentar huir de la soledad a la que su difícil personalidad y el ingrato papel que representa en la sociedad parecen condenarle. Con un inspirado Fabrice Luchini (presente también en las carteleras españolas con Primavera en Normandía, rodada en 2014 pero estrenada el pasado 18 de marzo) interpretando el rol principal y el magnífico trabajo de la actriz danesa Sidse Babett Knudsen (conocida por su presencia en la popular serie televisiva Borgen) dando vida a Ditte, la mujer que inesperadamente viene a romper con la calma aparente en un ordenadísimo mundo judicial, El juez consigue trascender su aparente sencillez a través de los estudiados y tímidos avances de esta improbable pareja, que se ubica en la mejor tradición de la ficción inspirada en amores que desordenan las aparentemente tranquilas aguas de un mundo monótono y ataráxico.
Apoyado en un guión de impecables trazas, en el cabe una disertación, sobria y realista, sobre la diferencia entre ley y justicia, con el protagonista aleccionando al jurado sobre lo que se va a dilucidar en la sentencia (nada que ver con el concepto de justicia, siquiera como ideal, sino la aplicación de un código penal concreto en un suceso determinado, y con la dificultad insalvable de carecer de testigos), cabe destacar también la presencia, con una intencionalidad que intuimos entre irónica y sociológica, de la hija de Ditte, una adolescente incapaz de estar más de un minuto sin atender las constantes atenciones de su smartphone pero que entre llamadas y mensajes de whatsapp es capaz de desmentir rotundamente el mito de la “falta de atención” a que conllevan las nuevas dependencias tecnológicas, siendo la única que capta la situación entre los dos adultos en unos pocos minutos de presencia conjunta con ambos.


Las características de El juez lo condenarán a ser un film minoritario: poca acción, pocos diálogos, un protagonista que vive fuera de modas y ensimismado en la pulcritud de un trabajo que infunde entre temor y respeto, y una tenue línea argumental que tarda una hora en desvelarse y que desde entonces fluirá con una morosidad impropia de tiempos tan dados a la velocidad, a la impaciencia y en definitiva, a la intrascendencia. Pero, a pesar, o precisamente por todo ello, su huella será más profunda en quien sepa concederle la atención que merece, y encuentre en sus protagonistas algo más que dos personas alejadas de la sociedad: se topará de frente con el mismo aroma a champán que tiene el agua fría después de una saturación de bebidas hipercalóricas.


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