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domingo, 31 de agosto de 2014

El congreso

8/10
The Congress (Israel-Alemania-Polonia-Luxemburgo-Bégica-Francia, 2014).
DirecciónAri Folman.
Intérpretes: Robin Wright, Harvey Keitel, Danny Huston, Paul Giamatti, Frances Fisher.
Guión: Ari Folman, sobre la novela de Stanislaw Lem.
Música original: Max Richter
Fotografía: Michal Englert.
MontajeNili Feller.
Idioma: Inglés.
Duración: 122 minutos.

La eterna juventud del cine

Por Sofia Pérez Delgado
(La película del día)

Que el cine está transformándose y yendo por caminos nuevos e inesperados es una realidad que nadie que se dedique al mismo, en cualquiera de sus ámbitos, puede ignorar. Es obvio que toda la estructura que rodea al medio cinematográfico se está volviendo prácticamente irreconocible con respecto al siglo pasado. Pero en lugar de adoptar una actitud catastrofista, esto no tiene por qué interpretarse como algo necesariamente malo. Las películas van evolucionando y adaptándose al cambio de los tiempos. Hace falta tener las ideas muy claras para abarcar este tema y transformarlo en un trabajo metacinéfilo, consciente de los problemas y limitaciones, pero también de las ventajas, que esta metamorfosis puede producir. El director israelí Ari Folman va directo al centro de la materia en El Congreso, libre adaptación de Congreso de Futurología de Stanislaw Lem, trasladando el trasfondo filosófico de la obra del escritor al ámbito del séptimo arte.

La película se sitúa en un momento de pleno cambio, parecido al paso del cine mudo al sonoro, en el que los actores tienen que elegir entre dejarse escanear y vender su imagen para que se realicen con ellos productos en serie que puedan darles o devolverles la fama, o desaparecer del panorama. De cualquier modo se cuestiona hasta qué punto el oficio es ya necesario en un mundo en el que se pueden crear todas las emociones y expresiones digitalmente; la performance capture llevada al extremo. El cine no desaparece, lo que desaparece es su factor humano. En esta disyuntiva se encuentra una bellísima Robin Wright, que se interpreta a sí misma, o más bien, casi como en la película, da su nombre, su imagen y su filmografía a un personaje, una actriz insegura con una carrera muy cuestionable.

El Congreso se divide en dos partes claramente diferenciadas: la primera es la que se centra de forma más concreta, a través de la imagen real, en la desaparición del cine tal y como lo conocemos, ofreciendo una visión bastante negativa, y profundamente crítica hacia la figura del productor. También se esboza el debate entre la labor artesanal y la técnica, la lucha por que los trabajadores digitales sean considerados artistas, y los nuevos sistemas con las que tienen que operar los directores de fotografía. Además, se sugieren cuestiones fundamentales más generales como la inmortalidad, el libre albedrío o el enfrentamiento al paso de los años, todo ello rematado con la introducción de una trama familiar, que acabará siendo el hilo conductor de la narración. Este primer e intensísimo acto de 40 minutos, que posee un carácter marcadamente teatral, está conducido desde el primer plano por el rostro sereno de Robin Wright. La acompaña, entre otros, un Harvey Keitel magnífico, cuyo monólogo para despertar las emociones de Wright con el que acaba esta parte es el momento cumbre de la cinta.

En la segunda parte, 20 años más tarde que la primera, empieza la adaptación del libro de Lem, aunque siempre utilizado para los conceptos que Folman quiere ilustrar. En El Congreso no se plantea la muerte del cine, sino todo lo contrario, su integración en la sociedad de tal manera que no se puede salir del mismo. La revolución digital ha transformado el medio en una especie de secta en la que cualquiera puede ser el personaje de una película. La animación se convierte en el siglo XXI en el equivalente al LSD y demás sustancias psicotrópicas en los años 60-70 del siglo XX, como medio de escape a un mundo paralelo de ensueño, en el que todo es posible, para no tener que enfrentarse a las limitaciones del mundo real. Se expone así, de manera mucho más sutil, otro debate fundamental: el de la oposición entre la imagen real y la animada, que para Folman quizás no esté tan ampliamente superado como pueda parecer.

Comienza así un largo y colorista episodio de alucinaciones dentro de otras, en el que se plantea hasta qué punto somos dueños de nuestra mente y tenemos la capacidad de elegir. Y qué mejor manera de representarlo que retrotrayéndose a la época de mayor auge de la psicodelia. El Congreso remite a películas tan excéntricas como la Yellow Submarine (1968) de los Beatles (Pepperland podría ser perfectamente una antigua Abrahama), o la ópera rock Tommy (1975) de los Who (con un protagonista ciego, sordo y mudo, afecciones similares a las que sufre el hijo de Wright en la película de Folman). En estos trabajos, se intentaba poner no solo en música, sino en imágenes, los efectos que las drogas producen en la mente. Sin embargo, El Congreso es más poética que paranoica, buscando una trascendencia mucho mayor que la de representar un estado psíquico. Todo ello desembocará en una conclusión postapocalíptica sobre la lucha de una madre por reencontrarse con su hijo, separados no solo por años, sino por realidades paralelas.

Una película puede hablar más que mil manifiestos o reportajes. Con una complejidad y significación no siempre explícitas, El Congreso es en sí misma una monumental declaración de intenciones. Ari Folman ha hecho una cinta excesiva, pero tan viva, autoreflexiva, creativa y embriagadora, que después de verla es muy difícil creer que el cine pueda estar acabado. Simplemente se está regenerando, como siempre ha hecho el arte, para poder permanecer eternamente joven. 




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