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domingo, 12 de enero de 2014

12 años de esclavitud

7/10
12 Years a Slave (Estados Unidos-Reino Unido, 2013).
Dirección: Steve McQueen.
Intérpretes: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong'o, Paul Dano, Paul Giamatti, Benedict Cumberbatch.
Guión: John Ridley, basado en la autobiografía de Solomon Northup.
Música original: Hans Zimmer.
Fotografía: Sean Bobbitt.
Montaje: Joe Walker.
Idioma: Inglés.
Duración: 134 minutos.



Esclavo de la historia

A Steve McQueen el reconocimiento masivo por parte de la industria le llega con su tercer largometraje. El menos interesante, dicho sea de paso. Un pequeño detalle: la música es de Hans Zimmer. No hay compositor en el mundo más encasillado dentro del cine comercial (mientras a la vez mantiene cierto halo de prestigio). Es solo un pequeño apunte, pero si vemos la intensa promoción de cara a la batalla de los premios, podemos comprobar que la película apuesta de forma decidida por conquistar las alfombras rojas.

Pero para poder aspirar a coleccionar estatuillas hay que minimizar los riesgos. Recordemos que McQueen procede del video-arte experimental. Y que sus dos primeros trabajos -sin llegar a osadías radicales- eran más intrépidos que este film. Hunger (2008) se atrevía con un plano fijo de más de quince minutos. Mientras Shame (2011) era una obra incómoda que no encajaba demasiado bien con la separación entre “bien” y “mal”, conceptos que sí están muy delimitados en 12 años de esclavitud.

El objetivo claro -descarado, diría yo- es lograr la identificación del espectador con el protagonista. Un hombre libre de conducta intachable. Culto y educado. Esposo atento, padre solicito, y amigo de sus amigos. De la noche a la mañana es despojado de su libertad. Y así podemos comprender “mejor” lo que siente, más que si fuera un esclavo de nacimiento. La película se limita a poco más que a provocar ese sentimiento de injusticia, pero el retrato psicológico de los personajes y la época se queda corto. Si se van a usar estereotipos, mejor hacerlo con la habilidad que muestra Quentin Tarantino en Django desencadenado (2012), película mucho más coherente consigo misma. McQueen pretende ser más "serio", pero falta profundidad en la mirada.

Sí se desenvuelve con soltura el autor a la hora de hacernos llegar el sufrimiento ajeno. En su trayectoria siempre se ha interesado por el castigo corporal, y no es extraño ver en sus trabajos el deterioro físico. Puede que rayando a veces en lo obsceno, pero siempre parando justo en el momento en el que empieza a cruzar el límite. Un claro ejemplo es la secuencia de los latigazos, que en última instancia son mostrados tomando ciertas distancias. Y cuando uno va a ponerse a pensar en La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004), McQueen se detiene. De hecho, la secuencia más turbadora del film prescinde de la violencia explícita. Aquella en la que el protagonista permanece con la soga al cuello de puntillas. 

Aunque en este caso sí podríamos cuestionar el empeño del autor por buscar la belleza en el horror, con esa composición de plano de aires pictóricos. Aparte de cuestiones estilísticas discutibles, McQueen sí plantea un tema interesante, el de la pasividad de cierto sector de los oprimidos. Una cuestión polémica que hemos visto en varios filmes sobre el holocausto judío, y en la que incidía Tarantino -a propósito de la esclavitud- a través del personaje de Samuel L. Jackson -colaboracionista recalcitrante- en Django desencadenado. Aunque de manera algo tímida, es uno de los pocos momentos en los que el film se sale un poco del corsé que se auto-impone.

Claro que el talento de Steve McQueen para manejar la cámara se nota -a veces, demasiado- y el film sobresale por encima de la media de este tipo de productos. Hay no pocos momentos en los que el director deslumbra con su maestría. Desde el uso del violín como símbolo hasta la forma de filmar las relaciones entre personajes. Detalles de calidad dentro de un conjunto que parece buscar el aplauso multitudinario.


Manuel Barrero Iglesias




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