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martes, 31 de octubre de 2017

Relatos cinéfilos: El último Halloween


Por Víctor Garijo


Acabé por ceder, y me limpié las gafas al tiempo que mantenía mi silla a dos patas, —huelga decir que adoro el riesgo—, y en tanto y en cuanto pasé el pañuelo por los sucísimos cristales tres veces, estirando el brazo y rotando la gobanilla, abrí la puerta.
— ¿Cómo sabias que iba a llamar? —se atrevió a preguntarme Lauren, y sí, entre sus dedos índice y pulgar sostenía un cigarrillo. Se lo arrebaté y lo hice prender de mis labios. Fumé apasionadamente y ella, quien sostenía sus bártulos de pilates, rascándose una mejilla rojiza, me lanzó una mirada de astuta cazadora de leyendas. El brillo de su pupila agitó mi estomago. Ella lo escuchó manifestarse y sencillamente me besó. 

Retiró sus labios de mi frente y agitó mi flequillo. ¿Llegaría a septuagenario  y todavía lo haría? Muy a menudo he de reconocer que me he despertado con la inquietante pregunta, la misma que me ha sacudido fuerte en las sienes hasta caer arrojado de mi cama: la litera superior compartida a regañadientes con mi husky siberiano Nelson; la inferior la reservo para las visitas de Ilsa.   
— ¿Qué te ha traído hasta mi humilde morada? —inquirí observándola tomar asiento junto a mi máquina de escribir. Leyó la media página que en aquella tarde de lluvias intermitentes había mal logrado escribir.  
— El aroma de tu bálsamo para después del afeitado —fue su chispeante respuesta, y entonces se echó a reír. Sus carcajadas se burlaron del eco que me acompañaba día y noche. Estiró un brazo, y abrió la nevera de mi estudio: el comparable con un suspiro. 
— Deja tu puñetera novela, y lánzate a la calle: ¡ahí afuera lo pasaremos bien!
— No tengo disfraz —gimoteé y al hilo eructé—. Intenté pintarme ojeras mas no hay zombis de noventa kilos. Ni siquiera en The walking dead.
Examinó mis hechuras destilando repugnancia sobreactuada. A la postre oteó mi cubo de la basura encontrando baratos botes de Cola. El todopoderoso Nelson se lanzó a mi cuello. Mi tripa, esa enorme cosa que aparecía rebosante de pachorra por los bordes inferiores de mi camiseta, se mostró tan pálida como sus escleróticas, ¿y Lauren? Lauren, abriendo su bolso me lanzó una máscara. Entre mis manos, descubrí que se trataba de un famélico rostro de la Pantera Rosa; embestí hacía su apertura y me la coloque: con un notable esfuerzo porque mi vecina María me estaba cebando muy a voluntad mía, a ricos bollos primos hermanos de madalenas. Abrí los ojos y por las pequeñas aperturas taladradas en lo que hubiesen sido pupilas descubrí a mi amiga. En lo que equivale a un pim-pam-pum-toma-Lacasitos se había disfrazado de la hermana fea de Chuqui. 
    — Aún así, sigues tan mona como siempre —le dije acariciando su pelo, ese nido rojizo que dejaría ojiplático a Nelson en tanto y en cuanto despertase de la hipnosis a la que lo habían abocado mis lorzas. 
Ella convino a utilizar el cuchillo de su disfraz. 

Mi sangre abdominal empapó mi moqueta; ya no me haría falta regar los gusanitos en kétchup. 

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