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jueves, 7 de mayo de 2015

Críticas: Mandarinas

7/10
Mandariinid (Estonia-Georgia, 2013).
Dirección y guion: Zaza Urushadze.
Intérpretes: Lembit Ulfsak, Giorgi Nakashidze, Misha Meskhi, Elmo Nüganen, Raivo Trass.
Música original: Niaz Diasamidze.
Fotografía: Rein Kotov.
Montaje: Alexander Kuranov.
Idiomas: Estonio, ruso, georgiano. 
Duración: 87 minutos.


Tierra de nadie

Por Sofia Pérez Delgado
(La película del día)

Una pequeña (con perdón del adjetivo) co-producción estonia-georgiana, Mandarinas, se introdujo  en el quinteto de candidatas al último Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Era la primera vez que Estonia conseguía la nominación (participaba por dicho país; Geogia se quedó también a las puertas con Corn Island), pero no resultó una sorpresa tan grande, teniendo en cuenta su exitoso recorrido por festivales, así como sus nominaciones también al Globo de Oro y al Satellite, ganando este último. La película está ambientada en la guerra que tuvo lugar en Abjasia entre 1992 y 1993, por la lucha de esa región por obtener la independencia de Georgia. En medio de este conflicto, se encuentran Ivo, un tranquilo granjero, y su amigo Margus, que recolecta mandarinas, en una de las aldeas estonias que se establecieron en Abjasia a mediado del siglo XIX, casi abandonada debido al conflicto bélico. Por circunstancias, Ivo y Margus deberán hacerse cargo de dos soldados malheridos, uno checheno (los cuales se unieron a la causa de Abjasia) y el otro georgiano. 

El director y guionista Zaza Urushadze reflexiona sobre el concepto de la lucha por la tierra, y lo enfoca en torno al sentimiento de pertenencia a un lugar, y al mismo tiempo, el odio que eso puede despertar. Mandarinas se muestra respetuosa con la evolución del cine georgiano y con su situación a principios de los 90, afectado por la crisis económica tras la disolución de la Unión Soviética, y por la propia guerra. Sin embargo, estamos ante un ejercicio contenido, que no se deja llevar por el dramatismo de las situaciones. Se agradece esa falta de manipulación, algo que se manifiesta en una afirmación de Ivo: “En el cine todo es mentira”. En este sentido, Urushadze trata de hacer una película lo más sincera posible, dentro que se trata de una ficción, y de que, además, es una historia muy convencional en lo que se refiere al tema antibélico
Viendo Mandarinas es imposible no acordarse de un filme imprescindible como es En tierra de nadie, la ópera prima del bosnio Danis Tanovic, que obtuvo el Oscar en 2001. En ella, dos soldados de distintos bandos en plena Guerra de Bosnia, quedaban atrapados y obligados a ayudarse en un pequeño espacio neutral. Lo que era una comedia negra con crítica a los medios de comunicación incluida en la de Tanovic, en Mandarinas en un drama intimista, casi teatral; pero ambas respiran ese espíritu de apaciguamiento de los rencores en torno a enemigos condenados a reconciliarse, tan del gusto académico. 

Ivo (un imponente Lembit Ulfsak) recogerá en su casa a esos dos soldados para que puedan recuperarse, y, al mismo tiempo, les hará a convivir con tolerancia: les trata como si fuesen dos niños pequeños, sus hijos, a los que regaña cuando es necesario. A través de su figura paternal, todos quieren compensar la soledad y el horror que les rodea. De puertas para dentro, parece que allí la contienda no existe. En ese espacio aislado pueden bromear, reír, festejar, e incluso crear lazos que parecían imposibles. Pero la guerra siempre va a acabar irrumpiendo en sus vidas. Destaca la sensibilidad visual de Urushadze, al tiempo que también que sabe crear la tensión manteniendo los planos, acompañados por los puntuales y efectivos temas musicales folk de Niaz Diasamidze.  

Quizás la sensación general ante Mandarinas es que todo lo que nos cuenta ya lo hemos visto antes, no es nada nuevo. Sin embargo, siempre merece la pena que se nos recuerde lo necesario de que algunos sepan aplicar la razón frente al sinsentido que  supone una guerra. Una cinta humanista, incluso pedagógica, por sus valores pacifistas, que nos cuestiona sobre quiénes son nuestros auténticos enemigos, y sobre aquello por lo que merece o no la pena luchar



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