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miércoles, 4 de noviembre de 2020

Crónicas: Seminci 2020 (III)

 Por Paulo Campos


Ya mitad de semana y llegaba la película de Uberto Pasolini, Nowhere Special, cuya sinopsis me echaba para atrás que no veas. Un padre enfermo terminal y con trabajo precario debe  decidirse por una familia de las que le presentan los servicios sociales para que en un futuro inminente se hagan cargo de su hijo pequeño. Vamos, que me esperaba lo más lacrimógeno desde la presentación de cualquier concursante random de La Voz. Y no me equivoqué, o sí. La película es de lágrima más fácil que un fracaso escolar en La isla de las tentaciones, sí, por su propia concepción. Pero es verdad que la sencillez, y el no cargar demasiado contra los personajes ayuda a superar el trago y salir, la verdad, con un buen sabor de boca por lo que acabas de ver. No es ninguna maravilla, pero James Norton como el padre no abusa de efectismos, ni Pasolini (suena raro eso de película de Pasolini, pero es el apellido del pavo, qué le voy a hacer) se pasa de telefilmero. Se sabía que no iría mucho más allá en el palmarés, pero el público sí que disfrutaría de su visionado. La otra película de esa mañana era la maravillosa Gaza mon amour de los hermanos Hasser, de la que ya hable, y muy bien, en Toronto. Y que, sorprendentemente para mí, no entusiasmó demasiado a la prensa de Valladolid (una crítico sesudo con acento italiano dijo “no me gustó porque no representa fielmente la situación en Gaza”, demostrándome que por muy sesudo que seas y por mucha carrera que tengas a la espalda no significa que entiendas la película que acabas de ver). Hablando de críticos sesudos, volví a tener cerca este año a ese veterano crítico, cuyo nombre diré en televisión con la voz distorsionada y con peluca en un plano a contraluz bajo un cheque millonario, y que se duerme en todas las putas sesiones a las que va. Eso sí, luego no falta en la revista mensual de turno (pista gratis, porque puede ser alguna de las tres que hay) su crítica sobre la película que no vio ni cinco minutos. Ale, entrañas mafiosas de la crítica cinematográfica destapadas.

Por la tarde se colaba en los multicines Broadway la flamante ganadora del Oso de Oro Berlín 2020. Ya había convencimiento de que el jurado no iba a premiar la película, por muy buena que fuera, precisamente por haber ganado ya un festival de la talla del alemán. Entonces, ¿para qué la traes, si además es bastante mejor que la ganadora final? Cosas de festivales, supongo. La película es There is no Evil, de Mohammad Rasoulof, y es una cruel denuncia de la pena de muerte y del gobierno iraní que permite y fomenta convertir a sus ciudadanos en verdugos. Una muy interesante película de cuatro historias autoconclusivas, con el peligro que ello conlleva. Me explico, la primera historia es brutalísma, la segunda muy buena y muy bien rodada, la tercera está bien y la cuarta no me gustó. Claro, si a ello le sumas una duración de 150 minutos, no te vas de la sala con la mejor de las sensaciones. Pero me diréis, ¿por qué no pone las historias en otro orden? Pues porque la primera historia perdería todo el factor sorpresa y un final tan espectacular como devastador. De todas formas, una gran película que merece ser vista, analizada y preguntarse cómo a estas alturas se permite esto y como unos gobiernos pueden joder la vida de sus ciudadanos porque sí.

La triunfadora de Sundance 2020, Minari, llegaba el jueves al Calderón. Dirigida por el estadounidense de origen coreano (del sur, la mala, claro) Lee Isaac Chung, es una de las posibles contendientes a los Oscar de este año, si es que se hacen, claro. Se trata de la quinta esencia del cine indie estadounidense, viene avalada por A24 con producción de Brad Pitt y con el actor Steven Yeun al frente del reparto. Se trata de la historia familiar del director, de cómo miles de coreanos llegan cada año al país de Trump (espero que no por cuatro años más, aunque Biden sea igual de grimoso) y con tales mimbres la familia protagonista, más bien el padre, deciden trasladarse de California a Arkansas (lo que viene ser como irte de Torremolinos a Santibáñez de Valcorva) para trabajar un huerto y cultivar productos coreanos. Todo ello con un vecino mega religioso (cuyo personaje da pie a chufla, pero que su tratamiento desde el respeto, y mira que se gana la burla, me sorprendió para bien). Una película que llega, se disfruta y con un punto suficientemente Hollywood para que sí consiga llegar con vida a los premios de lo mejor del año, y ya se sabe, depende de la pasta que se quiera gastar Pitt en otro Oscar. Dos horas después llegaba una peli totalmente opuesta a la americana. Se trata de Dashte Khamoush (The Wasteland), la película iraní que ganó la sección Orizzonti del pasado Festival de Venecia (ay qué pena que no se pudo ir este año, ay qué pena). Una película casi redonda que se queda en el intento por culpa de un final innecesariamente alargado. En blanco y negro (aunque tal y como me protestó Pumares a la salida, no es verdadero blanco y negro, la decoloran y se nota coño, joder y no sé que más pero decirme después que no se acordaba de qué películas le habían gustado esa semana pero al menos Pumares, ve las películas con ganas y critica con razones, las suyas, pero profesional es) y sobre una fábrica de ladrillos que cierra y de cómo sus trabajadores, casi una familia, se las tienen que apañar. Una película que se centra en el virtuosismo en la dirección de Ahmad Bahrami, con planos estudiados, largos, cámara quieta; pero con todos los personajes funcionando como un reloj suizo. Vamos que estaba convencido al verla que el premio a mejor dirección no se lo sacaba ni Dios. Se ve que el jurado manda más, y estando Emma Suárez, y perdón por la frivolidad, más guapa que nunca, se le perdona casi todo.

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