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lunes, 4 de octubre de 2021

Crónicas: San Sebastián 2021 (I). La imagen y la palabra

Por Manuel Barrero Iglesias


Debate eterno, estéril en la mayoría de ocasiones. Pero todos conocemos a talibanes del contenido ("lo importante es el guion, una buena historia") o talibanes de la forma ("lo único que importa es la imagen"). Cuando ya sabemos que ambas cosas forman parte de un todo que no es tan fácil separar. Pero no se preocupen, no voy a entrar ahora en una discusión filosófica para la que no estoy preparado. Sirva esta pequeña introducción para hablar de dos de las películas que se presentaron en la primera jornada del festival. Ambas dirigidas por mujeres, y cada una en un extremo opuesto de ambas corrientes.

En Maixabel "lo importante es el mensaje". Así se encarga de subrayarlo Icíar Bollaín, que lo confía casi todo a unos diálogos sobreexplicativos, encargados de hacer explícito casi cada pensamiento o conflicto de cada personaje o situación. Apenas hay espacio para que las imágenes hablen por sí mismas. Y puede que sea hasta mejor, porque tampoco parecen demasiado atinadas las escenas en las que escasean los diálogos (pienso en todo ese inicio alrededor del asesinato). Sí hay algo que le debo reconocer: el extremo cuidado con el que se construyen sus momentos álgidos, en los que sí podemos encontrar verdadera emoción. Pero pareciera que toda la película centre sus esfuerzos en esas famosas reuniones, mientras otros muchos momentos suenan demasiado postizos. Y aunque sea casi inevitable sentirse sobrecogido por la gravedad de lo contado, cinematográficamente la película ofrece muy poco.

En el lado opuesto encontramos a la francesa Lucile Hadzihalilovic, que sacudió el primer día del festival con Earwig, propuesta radical que huye de la narrativa convencional. Oscura y críptica, la película construye una atmósfera opresiva cuya fuerza reside en la imagen. Tras el sugerente inicio, llegó un momento en el que no podía evitar pensar en eso tan frustrante que puede ser "la estética por la estética". Un film que da vueltas sobre sí mismo, que se agota y se devora en su búsqueda de la perfección de la imagen. Aunque me ocurre una cosa con este tipo de películas, y es que siempre me pregunto por los problemas del receptor (es decir, yo mismo). La relación que establece un film así con el espectador es muy epidérmica, en la que importan las sensaciones mucho más que lo racional. Más allá de la curiosidad de sus primeros minutos, esa conexión no se produjo con este cronista. Pero lo que para mí acabó en desesperación para otros puede ser una experiencia opuesta. Estamos ante una película que exige gran esfuerzo a su audiencia. El que encuentre la recompensa al final del viaje seguro que lo disfrutará con deleite.

Y antes de todo eso tuvimos a un director de peso inaugurando el certamen. Fue Zhang Yimou con Un segundo, película que viene a colación porque habla sobre el mismo cine. Aunque no es ese tópico homenaje nostálgico del cine como experiencia colectiva lo más interesante del film. Lo más potente viene con la reflexión sobre el futuro del cine a través de esta historia del pasado. Hay por el final una metáfora muy gráfica sobre el destino que espera al celuloide. Pero, sin duda, mi momento favorito es aquel en el que la película física es transportada en una especie de camilla, como si fuera una enferma moribunda a la que hay que intentar salvar la vida de forma desesperada. Es el gran hallazgo de un film que nos presenta la típica historia sentimental que surge entre dos personas solas en el mundo. En este caso, un padre sin hija y una hija sin padre. Y todo esto, con telón político-social importante de fondo. Pero esa película ya la hemos visto muchas veces y hay poco en ella que la haga destacar.


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